Cosas que pasan en los bosques.

Cosas que pasan en los bosques.


Caminaba errante, sola y algo perdida ya.


Me gusta hacerlo así en aquel lugar, al que vuelvo de tanto en tanto. Coqueteaba con el bosque, que me susurraba cosas en un dialecto antiguo, al que apenas podía asomarme con la mente. Tenía frío. Me dolían los oídos y las piernas; el zumbido del viento y la arena castigaba mi piel.


Pero por más sensorial y extrema que fuera la experiencia, no podía “bajar” al cuerpo. Tenía la cabeza ruidosa y alborotada. Casi podía flotar de la cantidad de aire que había dentro mío, que se arremolinaba con el de afuera, y se volvía de todos los tipos: huracanados, brisas, escurridizos.


Aire afuera y adentro, casi casi, no podía distinguirme. Mi mente se acoplaba al viento; de lejos, se escuchaba al mar bravío presagiando una tormenta.


De pronto, un claro, y sus cuatro esquinas de árboles añosos ¿Qué camino seguir?


¡Ok! No lucho más, me quedo en mi cabeza, me meto más y más. Pero esta vez, me meto, meto, ¡¿eh?!


La habito, la camino, le piso los canteros, traspaso zonas prohibidas…


Así fue como encontré esa habitación, una especie de ático o desván, abandonado a su suerte, repleto de polvo y telas de araña. Era uno de los lugares menos transitados de la mente, ni siquiera por esos pequeños seres que, como operarios en una fábrica, iban y venían, llevando y trayendo información. Se llamaban “los mentales” y desde entonces, no dejo de pensar que es un buen nombre de banda de música.


Me llamó la atención una de ellas, porque era más grande y distinta a todos: la encargada de un pequeño lugar perdido, de un sector bien particular, el de los cachivaches o eso denunciaba el letrero. Para llegar a él, tuve que subir una escalera empinada, como de emergencias. Era una especie de “ático del ático”, casi saliéndose del techo, con más y más rincones polvorientos y enmarañados.


¿Quién sería esa “mental” de ojos verdes tan solitaria y especial?


Debo confesar que ese lugar en mi mente, por muy marginal que pareciera, me gustó en particular. Me recordó al lavadero en la terraza de mi casa de la infancia, a su silencio, a su sol despertando partículas de polvo, a su alfeizar de mosaicos rojos, a su persiana medio rota. Sentí algo parecido a la envidia hasta que estornudé tres veces seguidas ¿Qué habría allí para mí?


La mental de ojos verdes e inquietos, apenas notó mi presencia. Vestía túnicas oscuras, casi harapos. Se deslizaba por el lugar y susurraba el dialecto de los árboles, mucho más cerrado aún, pero su palabra bastaba para que las cosas sucedieran. Tenía las uñas largas y oscuras y el pelo entrecano y suelto que se movía con el viento, y en ese lugar, no movía nada más. En una de sus muñecas, se sostenía abrazándola, un brazalete con siete piedras preciosas, de colores, como botones, que giraban y brillaban.


 No creo haberla molestado. No me recibió de ninguna manera. Solo me dejó estar, como si me conociera. Recién posó sus ojos sobre mí cuando crucé una especie de línea imaginaria que separaba en dos a aquel lugar. No es que estuviera trazada, pero sus pupilas fijas en mí la encendieron y apareció delimitando el espacio, constelando los rincones. De un lado estaban todos los proyectos abandonados. Los “no pudo ser”, los truncos, los empezados y no concluidos, pero de alguna manera materializados. Del otro lado, material onírico puro, de soñar despierta y dormida, al natural, en estado gaseoso, imperceptibles al tacto, no concretados. Sueños, sueños, sueños de pura cepa.


Yo, que por muy mental que estuviera no me sentía con muchas luces por aquellos días, no reparé, hasta que ella puso en palabras de qué se trataba ese lugar.


 -Es el vertedero de la Editora de tu vida. Acá descarta lo que no elige para vos, lo que juzga como “material peligroso”. Podrás reconocer varios, ¿eh? -agregó con algo de ironía- Todos están ordenados y disponibles. Las causas del tiradero, resueltas. Pero ya nadie pasa por acá a recoger nada ¿Para qué viniste ahora? La pregunta quedó repitiéndose en ecos colgados de un loop infinito…


Me abrazó el sonido del silencio, otra vez, como una bufanda al cuello. Volví por un segundo al viento, al bosque, a la arena.


No, no, no. Quiero volver a ese rincón de mi mente, por favor -me grité a mí misma como una desquiciada.


-Nunca te fuiste esta vez, te asustaste un poco, contestó ella que apareció imperturbable frente a mí ¿Acaso no es extraño que supieras que mis ojos son verdes antes de mirarlos? ¡Vos me creaste para que cuide todo esto! Fue sobre el final de tu infancia. Dijiste que no querías perderlo, que arregle lo roto. Al principio, venías a diario, “a seguir jugando” decías. Cada vez menos hasta pasada la adolescencia, cuando dejaste de venir. Pero nunca ordenaste que se tire nada, ni que yo desaparezca. Simplemente, dejaste de venir. Entonces, ahora ¿Te envuelvo algo para llevar?


Volví a la calle de arena, de cuatro esquinas de bosque, y viento arremolinado, zumbando para mí. Tenía los ojos cerrados. Cuando por fin los abrí, colgaba de mi brazo un bolso hecho con los harapos de su vestido; dentro, varios cachivaches, sueños y anhelos restaurados, listos para usar y el brazalete mágico, con piedras preciosas como botones… “Para abrir los portales que necesites” dijo el bosque, clarito, clarito.

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