[que el universo te encuentre trabajando].
El universo provee, siempre.
Nunca lo hace a “tontas y a locas”.
Así describía mi profesora de matemática nuestro vínculo adolescente con su área, para significar nuestro completo desinterés por hacer las cosas como debían hacerse. Ella tenía una obsesión por el signo “=”: debía ubicarse en paralelo a la línea de fracción, con una de sus rayitas más arriba y la otra más abajo, con milimétrica exactitud, y ojo con hacerlo mal. Como eso alimentó a mi perfeccionista interna a más no poder [13 años y ya acuñaba en mis talleres internos a la “obse” que también soy], no tardé ni dos segundos en descubrir todas sus manías, y satisfacerlas con una prolijidad extrema. Así, tardé como tres segundos en convertirme en una de sus mejores alumnas, aún cuando las matemáticas nunca me apasionaron; con ella cobraban vida. Seguir su lógica pulcritud, me daba seguridad: si hacías el trabajo como debía hacerse, el éxito estaba asegurado.
Nunca entendí la actitud pánfila de ciertas compañeras que se empecinaban en hacerlo mal y ni siquiera como acto de rebeldía o por simple incapacidad. Era lisa y llana necedad.
No es novedad que soy fan de la magia; creo en ella en todas sus presentaciones y en su sentido más amplio. Nobleza obliga decir que la que “mata mil”, llega justo después de empezar a trabajar en el sentido en el que necesitamos trabajar.
Para eso, antes de llamar al hada madrina, debemos convocar a nuestra fuerza de choque: el guerrero interno. “Manipura”, para los amigos.
¡No busquemos más afuera lo que tenemos dentro!
La heroína que me habita campea en el área de la “boca del estómago”, esa que arde de ansias y enojo, y que ruge de hambre; que se llena de mariposas cuando amamos, y que se hace nudo cuando nos estruja el desamor.
“Flor de joya” significa, y lo es. Es la energía que fluye por el tercer Chakra la que nos invita a realizar aquello que necesita metabolizarse en nuestra vida. Es nuestro sol en el horizonte, ese que nos dice “levántate y anda”.
Es fuego, y para mantener viva su llama: RAM es su sonido [listos, en sus marcas, ya].
Repetido y sostenido, inhalando y exhalando. Rammm [que la “r” se arrastra por la espesura de nuestros miedos como comando especial en misión secreta]. Rammm [con la “a” que acompaña y comunica el avance]. Rammm [con la “m” en la retaguardia, asegurando el terreno libre de obstáculos]. Rammm [a la séptima repetición suele desaparecer mi ardor en el estómago y el fuego se va a las manos].
Durante todo primero y segundo año de la secundaria fue así. Trabajo constante y prolijo, hacía lo que había que hacer.
La última prueba de segundo año fue una bomba atómica que detonó en el aula. Quizá porque merodeaban los 15 y el córtex prefrontal se había declarado en huelga: NADIE en el curso aprobó ese examen. La planilla rebozaba de “1”, “1,50” y “2,75”. Saqué un “4” en un mundo donde todavía se aprobaba con “6”. Me frustré dos segundos hasta que sumé ese resultado con la prueba anterior. Promediaba un radiante y feliz “6”. Fui una de las poquísimas que no se llevó la materia a diciembre.
¡No busquemos más afuera lo que tenemos dentro!
La heroína que me habita campea en el área de la “boca del estómago”, esa que arde de ansias y enojo, y que ruge de hambre; que se llena de mariposas cuando amamos, y que se hace nudo cuando nos estruja el desamor.
Viene a cuento; así que, sentime que te cuento, que este texto está pintado de amarillo fuego.
La primera vez que mi primera hija dibujó algo que escapaba del garabato, fue un sol. Lo hizo en una pared de nuestra casa, devenida en pizarrón, que esperaba su arte abstracto en tizas todos los días. Ese día, sin demasiados preámbulos, dibujó el sol más hermoso que vi en mi vida. Estuve ahí desde el primer trazo y cuando terminó su obra quedé suspendida en ese éter salado y mestizo, de lágrimas y alegría, en la que nadamos los padres cuando vemos crecer a nuestros cachorros.
Algunos meses después, y después de muchos soles más, dibujó este, en Gaia a quien le debo la gentileza de esta foto.
El color de sus amores fue siempre [y es] el amarillo; tiene una especie de llamado a ese color [similar al mío, con el violeta y toda su gama]. No es simplemente un “color preferido”. Es ese color que algunos necesitamos ver a diario para sentirnos a gusto.
El tercer Chakra pinta sus vórtices de amarillo radiante. Es llama que arde, como mi pequeña guerrera que suele prenderse fuego con las pulsiones de su plexo solar.
Respirar todos los días un poco de sol, nos impulsa a concretar, a conseguir lo que buscamos de la única manera que se consiguen la mayoría de las cosas en la vida: “pus, consiguiéndolas”, diría el Chavo.
Hizo falta mucho garabato previo para que naciera su primer sol. Es cierto que también fue necesario un par de padres que entendieran que la casa era de todos y entregaran una de sus paredes como pizarrón, con tizas a su alcance.
Creo que siempre es trabajo en equipo. Nosotros y el universo o como quieran llamarle a esa magia que nos trasciende y atraviesa, presente, proveedora, abundante y generosa.
Amarillo, que es su color y el del planeta anillo, también es el color de nuestra energía de acción.
Entonces, preguntarnos: ¿Cuál es ese anhelo postergado que necesita el fuego de nuestro sol?
Encendamos nuestros motores,
y hagámoslos crujir al ritmo del RAM – RAM – RAM.