Madre de dos. Eso me digo cuando la imagen del espejo me devuelve a una mina cansada, llena de listas pobladas con pendientes.
A veces, la miro fijo a los ojos y le pregunto: Y vos ¿quién sos?
Soy un animal narrativo, ese es el barro con el que me tallaron para tirarme al mundo y además…
Además, todo lo demás. No obstante, todo lo demás. Por encima de todo lo demás: me hice madre de dos niñas caminantes de la primera infancia: una casi saliendo, otra recién entrando. Todas las “madres de dos” saben que eso es mucho trabajo incesante, con ritmo propio.
Volver del cole de “Ojazos” con todos los petates, cochecito con “Ojitos” a bordo, la mar en coche y “el coche en mar”, es un desafío diario. Hay días que volvemos riendo y cantando, y otros…
Bueno, voy a contarles una historia de esos “otros días”.
Para ser honesta: me felicito por elegir vivir cerca del colegio. Es grandioso.
Voy y vengo caminando casi a todos lados. Es genial.
Soy todo lo peatona que me gusta. Es un gol.
Aun así [sí, hay un “aun así”], el ir y venir “a pata” con niñas y petates a bordo de “mamita” tiene sus claroscuros.
Ese día, la mantita de “Ojitos” salió con nosotras.
“La” mantita, con más historias en su haber que ninguna otra, es una manta grande, de hilo, tejida a mano, voluminosa, pesada, no apta para bolsillo ni cartera.
A ella no le importa, claro, la lleva para todos lados cual gaucho con su poncho. Tiene valor afectivo, también para mí. La tejió una entrañable amiga con ayuda de su madre porque la puntilla no le salía. Tiene los colores del sol porque ella quería algo original para regalarnos. Para “Ojitos”, que dio con ella a los dos días de nacer, es todo lo que otros objetos especialmente diseñados no son, desde el instante en que la tocó por primera vez: su compañía, su cómplice y todo. Objeto de apego, le llaman.
“Ojitos” duerme, juega, come, mimosea y ¡todo! con su mantita dentro de la cobertura de su radar, y en muchas ocasiones estimulando su sentido del tacto con ella. Llora cuando la ve rodando espumosa en el lavarropas y que nadie permita que la vea colgada de la soga: también la reclama. Confieso que más de una vez nos ha vencido en batalla y se la hemos alcanzado con la puntilla aún húmeda.
¡Pequeña mujer y su determinación frente a lo que quiere!
La mantita es también intérprete de su dueña, niña de pocas palabras: cuando la abraza fuerte, tiene sueño. Cuando la muerde, enojo o hambre. Cuando la tira al suelo o abandona, se enciende la alarma: ¡travesura en puerta!
¡GOD BLESS THE MANTITA!
Ese día, salió de casa dormida en el coche, abrazando a su compañera con ternura. Se despertó con el ruido a mediodía de la urbe inquieta, que decidió por nosotras y financió su acostumbrada siesta en dos cuotas; la segunda la dormiría después de almorzar, pensé.
No fue un paseo por las nubes, ni de ida ni de vuelta. Hacía calor, dolor, hambre.
Llegamos de regreso, cerramos la puerta y detrás de ella quedó el bullicio y el recuerdo de un camino lleno de quejas, pesares y malos humores.
Desensillamos, comimos, nos aflojamos un poco. La calma quiso entrar pero no andaba el timbre y decidió volver más tarde.
El reloj dio la hora de la siesta [para “Ojitos”, en su segunda edición]; recién entonces caímos en la cuenta: la mantita no estaba.
Yo recordaba haberla visto salir de casa, pero no entrar. “Ojazos”, tampoco.
Un escalofrío me recorrió la espalda como sudestada que azota el verano. Pensé en esa siesta, en esa noche, en todas las noches.
“Ojitos” todavía no entendía la pérdida [o sencillamente, nunca la creyó]. “Ojazos” y yo entramos en pánico.
Debo confesar que mi carácter volcánico se llevó puesto todo a mi alcance. Ese día no aprobé mi examen de “templanza materna” y mi nota no mejoró en varias asignaturas más.
Pero, aun nadando en aguas turbulentas, escuché esa sabia voz que me llevó a salir de casa y hacer el camino inverso, como recogiendo las miguitas imaginarias que habíamos dejado al pasar, repasando nuestras huellas. Y en cada una de ellas, mirábamos alrededor rogando ver el poncho de mi gaucha caído por ahí.
A cada persona que encontramos en cada recodo del sendero, le contamos nuestra historia. Todas se detuvieron a escuchar y sus miradas anunciaban que también se dejaron conmover. “Ojitos” saludaba cada vez al despedirnos como acostumbra, sacudiendo la mano, tirando besos al aire, con su estilo nada mezquino para expresar cariño.
El “trapito” de Bv. Oroño, el diariero de la esquina, los hombres de las cuadrillas que arreglaban los caños de agua, la panadera y su cadete, el mecánico y su asistente, el obrero de la construcción y sus compañeros, el guardia de tránsito y su primo del otro lado de la línea de teléfono porque había tomado el turno de la mañana y quizá había visto algo, Luis, el portero del colegio. La mujer de la lavandería… La farmacéutica, la recepcionista, el chofer…
Todos dispuestos, de oídos y manos solidarias, hicieron más de lo que hubiera esperado. No se trataba de un incendio, de un accidente de tránsito, nada que fuera a salir en las noticias, pero sentían como nosotras la relevancia que se colaba entre las líneas suplicantes de un relato gastado por la repetición. Del primero al último, mostraron un interés y un respeto tal que me confirmó por qué el ser humano es un ser gregario hasta el extremo de apiñarnos en un trocito de planeta lleno de cemento.
¡Necesitamos tanto el calor del otro; su mirada, su saludo, su mano, su escucha!
Algo me decía que debíamos contar esa historia, una y otra vez, que como semilla iba cayendo al costado del camino. No tuve consciencia alguna, entonces, de nuestra siembra, no obstante sentir el impulso inexplicable de narrarla por doquier.
El camino de vuelta, desde el colegio a casa, tuvo sus momentos.
El primero, de calma resignación [sí, “cosa e mandinga”, nos encontramos con la calma por la calle]. Creímos que la habíamos perdido para siempre y debíamos soltarla. Una parte mía decía con rigor que era sólo un objeto. Eso no disminuía mi tristeza quieta, como quien saluda desde el puerto a un barco que se pierde en el horizonte para luego desaparecer.
Tuve que ocupar mi lugar de adulta y explicarle a mi hija mayor que la culpa no era de nadie, que “el mundo de las cosas” tiene sus leyes propias, su ritmo y fluir, y todas ellas cumplen un ciclo, lo decidamos sus dueños o no.
Los objetos van y vienen, decía yo intentando convencernos. Por dentro, algo me decía que la mantita no podía irse aún, que el destino había tomado una decisión apresurada y prematura, pero ¡hola! me decía la realidad que me confrontaba con su acostumbrada contundencia de muro.
Y así de pronto, ese instante santo.
Cuando la tensión entre el mundo mágico y el real llegó a su punto máximo, insostenible, se corrió el velo con la soltura de un aguacero, se fusionaron ambos por un momento y quedó servido el banquete de posibilidades al alcance de la mano de todos.
¡Mirá mamá, la mantita!- gritó “Ojazos” con asombro.
Estaba colgada de la reja de una ventana, a mitad del trayecto, llena de tierra y esos molestos frutos de los plátanos.
No, no hay plátanos en esa cuadra, aunque sí en otras del camino recorrido.
No, no estaba ahí antes.
Sí, me había fijado en ese y en tantos rincones más.
Saltamos de alegría [literal].
#siempreesmejorconunahistoria nunca fue para mí sólo un hashtag. Mucho menos tuvo la simpleza de un eslogan. Me duele si lo creen cliché. Siempre tuvo otro sentido para mí, profundo y genuino.
Debo confesar que mucho más ahora.
La vida me puso de cara al verdadero poder de las historias. Al real, al de todos los días, al de carne, hueso, luz y sombra.
Las historias conmueven, redimen, devuelven, construyen, auguran.
Nutren y sacuden. Siembran y contemplan la cosecha.
Abrazan, consuelan. Redoblan la apuesta.
¿Quién habrá sido? -preguntó “Ojazos”, con esa mirada que sabe a mar, curiosa y llena de esperanza.
No lo sé con certeza [aunque tenga alguna que otra sospecha perceptiva].
Quien quiera que seas ¡Gracias!
Por escucharnos, mirarnos y recoger el guante de nuestra historia; porque con ella tendimos un puente de ida y con tu generosidad construiste el de vuelta.
Así, gracias al poder de las historias sobre nosotros, los mortales, el capítulo de la mantita se sigue narrando con tinta mágica en la infancia de su dueña.
Esta agotada “madre de dos”, confía para siempre en ellas y en su certera alquimia.