Conectar.
Palabra trillada en este “nuevo” milenio, como si tuviéramos que aprender a hacerlo, como si nunca lo hubiéramos hecho, como si se necesitara innovar en el contacto que, desde ya aclaro, para mí es un saber ancestral e innato del ser humano.
Yo creo en muchos tipos de conexiones fértiles.
Hoy les voy a hablar de una en particular en las que no todos creen, pero para mí es inevitable, porque tengo pruebas tatuadas en la carne sobre ella, y CREO, así, con mayúsculas.
La maternidad fue para mí bisagra de todo: hay un antes y un después de mí en todos los aspectos de mi vida, porque me reencontró con todo lo que soy, y a la vez con mi misión, mis anhelos, mis sueños, eso que yo tengo para darle al mundo y oculté durante tantísimos años.
Pero no fue instantáneo. Fue un camino que sigo caminando hoy, donde hubo mucho goce y también mucho dolor. Porque para parirme nueva, tuve que matar a la otra versión mía que, si bien ya no me hacía feliz, era una parte de mí que ya no está.
No fue fácil. No quiero dramatizar diciendo que es como que se vaya para siempre un ser querido, pero sí se le parece en eso de pensar “¿qué va a ser de mi vida sin ella? ¿Cómo voy a hacer?”.
Desde mi primer parto hasta el segundo se trató de buscar Norte. Y lo encontré. Digamos que empecé a rumbear, bien a mano como artesana, hacia donde tenía que ir, pero sin GPS. Con primitiva intuición, mirando los astros, en especial el sol, mirándome a mí.
Así me tomó por el cuello el deseo de ser mamá otra vez: rumbeada pero imprecisa. Que sí, que no. Que ahora, que más tarde. Que en un rato [garabato], que en un mes. Tal vez dos. Que el reloj biológico, que la economía, que el techo y el lecho.
En ese cumulonimbus en el que había hecho nido por esos días, me sorprendí a mí misma asistiendo bastante puntual a mis clases de yoga, como postre de la formación en la pedagogía más amable que conozco, que estaba cursando y que tuvo todo que ver con la claridad después de la tormenta.
En la meditación de esa clase, tuve un encuentro cercano poderoso con quien hoy es mi segunda hija. Pude ver sus ojos, que también me miraban profundo y me pedían pista para aterrizar en mi vientre.
Fue claro, no lo imaginé. Era ella.
Empecé a llorar un mar y medio y no paró mi congoja hasta bastante después. Por fortuna, esos encuentros en círculo eran de brazos fuertes y en ellos me sostuve para levantarme y volver a casa.
¿Es esto posible? Me pregunté entonces mil veces. Hoy lo sé, sin dudas, era “Ojitos”, mi segunda hija.
A los tres meses de mirarnos a los ojos, empecé a buscarla con la biología de mi cuerpo y ansiosas, ella y yo, la concebimos en el primer intento.
Mi cuerpo se embarazó ahí, pero mi alma llevaba embarazada muchísimos meses, todos los que necesité para prepararme para mi segundo puerperio, porque con ella no habría cumulonimbus posible.
Vino con un GPS de alta precisión debajo del brazo [reconozco que a veces lo apago y sigo mirando la luna; viejos vicios, ¡culpable de cargo!]. Sé para dónde tengo que ir y qué tengo que hacer, aunque a veces me gane el pudor, la resistencia o la idiotez de viejos esquemas que quedaron por ahí, como edificios abandonados poblados de fantasmas.
De cualquier manera, ahora veo claro y eso no tiene vuelta atrás. Podrá pausarse la marcha, pero retroceder, jamás. Porque desde esa primera mirada de algunos meses antes de ser concebida, sus ojos me invitan a seguir, a no abdicar mis sueños ni esperar “que lleguen” sino a ir a por ellos, integrando todo lo que soy como combustible para lograrlo.
Cuando vi esta foto mágica que captó el brazo de “Ojitos” extendido queriendo “conectar” con su prima, no lo dudé ni un segundo: conectó. Y ¡vaya uno a saber que le dijo! Ella, mi pequeña hija, sabe de conexiones especiales, desafiando al tiempo y al espacio, y sé que si toca un ombligo rebosante de vida como si fuera un dial, está yendo algo más allá de su típica curiosidad táctil.
Anhelo que, como tu prima, todos podamos conectar con vos, dulce bebé. Todos y cada uno de los que integran esta familia extendida que elegiste para anidar en el mundo, chiquita. Que poblemos tu infancia de los mejores recuerdos y que las palabras, y en especial los hechos, de todos los que ya peinamos canas, te demos una mano para juntar las pistas de tu Norte, para que lo encuentres temprano y podamos brindar por el hallazgo.
Que así sea. Así es.