Cada vez que hablo escribo sobre esto narro lo mismo y a su vez, algo diferente. Sucede que la vida suele reversionar las historias que nos pueblan; el comienzo puede parecer sólo uno, pero he descubierto que son muchísimas las propias campanas -y otras tantas las ajenas- que van enriqueciéndose de nuevas vivencias o nuevos pareceres sobre la misma aventura, regalándole a la memoria otras ventanas que se abren y arrojan una luz diferente sobre lo sucedido. Así, cambian los colores del prisma y vemos y sentimos otras cosas.
“Leelo con la voz” es una ocurrencia generosa y genial -cada día, más y más- de mi hija mayor que es la maestra más efectiva y contundente que me ha regalado la vida. Y desde entonces ha sido uno de los lemas con los que crío a mis hijas, a la vez que sostiene mi proyecto y el nombre de numerosas propuestas que en función de él pongo sobre la mesa.
Cuenta la leyenda que un día cualquiera, repleto de rutinas y horarios de esos que abundan en muchas agendas de este mundo, varadas y rendidas a la espera de nuestro turno en una estación de servicios para cargar combustible, ella me pidió si podía leerle “La bella y la bestia”. Yo, cansada, y por eso, fastidiada, discursiva, enojona y ensimismada en mis deberes mundanos, le dije que no, que no teníamos el cuento con nosotras y que, además, aunque lo tuviéramos, no podía leerlo porque pronto continuaría la marcha y manejando era imposible porque…
Con la calma de las grandes, me interrumpió sin violencia y me dijo: “No importa, ma. Leelo con la voz”.
Y ahí, todo se detuvo.
Ya no había fastidio, ni enojo, ni deberes, ni horarios ni nada. Sólo una invitación a la aventura, a sacudir mi mufa, a reeditarme.
Me hizo un “clip”, tal como diría mi viejo, que reinventa sin “querer/queriendo” las expresiones modernas con una gracia que sólo los que como él peinan canas de años, son capaces de hacer.
[¡Nunca más en la vida voy a decir “clic” en vez de “clip”! No me ahorraría jamás la sonrisa que, cada vez, me provoca recordar tal adecuación.]
Así, “clipeada”, descubrí cómo un reino de pacientes mariposas de espuma se posaban sobre el parabrisas del auto para dejarnos cautivas, en mágico silencio: ella, expectante; yo fascinada. Fue uno de esos momentos iniciáticos que sólo quien entiende de alquimia puede propiciar [claro, como no es de extrañar, una niña en este caso].
Ese fue el comienzo de una larga meditación que se prolonga hasta estos días, muy a pesar de mis censuras. Aún hoy, mi cabecita testaruda necesita de tanto en tanto, traer a la mesa de entradas del pensamiento aquel oxígeno asertivo que respiramos entonces, para darle enter una y otra vez.
En aquel momento, empecé a hablar sobre la bella y la bestia del cuento; y también sobre mi bella y mi bestia y la de todos. De pronto, sólo éramos dos niñas conectadas y en trance, resonando: ella y mi propia niña.
La adulta que habita en mí no encontró más remedio que huir despavorida a un segundo plano, sin dudarlo, y desde ese rincón a media luz se limitó a manejar y a dejarnos ser.
Desde allí es que me he vuelto consciente de ser una ferviente promotora de la hora del cuento cuando “esa” hora es, a toda hora. Cualquier instante [¿no está hecho de ellos la vida?] es el momento propicio para tomar por las astas una buena historia y volcarla a los oídos atentos, para recoger luego los frutos que crezcan, que no son otra cosa que la mezcla perfecta de las propias semillas y los suelos fértiles que ellas encuentran.
Open your heart, my friend!!
Porque contar una historia es estar dispuesto a tender un puente de ida y vuelta, y siempre hay vuelta.
Es la llave de la empatía en concreto, liberada del significado que vomita el diccionario. Sería algo así como “Empatía aplicada” donde los hechos narrados acarician los propios, para estremecerse juntos. El hilo conector es siempre la emoción y cuando dos almas se encuentran sintiendo lo mismo, se hermanan.
Los niños son especialistas en el tema: ¡Escucharlos!
Por eso suelen necesitar la misma historia o relato una y otra vez durante un tiempo. Ellos nacen con la sabiduría innata de la buena gestión de sus emociones. Saben qué necesitan para calmarlas o acentuarlas. Las historias son siempre un buen recurso.
Y en tren de redescubrirme, más y más “clips”: las historias han poblado mi vida desde siempre. Aún con nada de tinta en el tintero, rebalsaron en las mesas domingueras anécdotas, expresiones y palabras que se cuelan hoy en mi cotidianeidad con la insistencia de una gotera para traer al presente, el legado recibido.
Leía con la voz mi abuela materna, a la que nunca mandaron a la escuela para que no supiera cómo escribir cartas de amor. Y mi abuelo, que sólo aprendió en setenta y tantos años lo que mi hija ya dominaba a los cuatro: a escribir su nombre. Leía con la voz mi abuela paterna que se inventaba el cuento de “Don Bizcocho” que para nuestro desconcierto cambiaba de profesión, edad o familia, cada vez. Lee con la voz mi hija pequeña que balbucea graciosas onomatopeyas con un libro en la mano y mi marido cuando me cuenta mi propia historia, con otro nombre, en una versión mucho más amorosa que la que tengo de mí misma, aquellos días de tragos amargos. Lee con la voz mi vieja cuando repite mil veces sus anécdotas, y mi hermano cada vez que nos disfraza de carcajada con la misma gracia de las uvas en los ojos. O mi papá cuando en las sobremesas de mi infancia tocaba el corcho con las uñas cual tambor.
Leen con la voz mi hija y su amiga -hermanas, se dicen- cuando con un libro en las manos comparten un momento y se cuentan la historia que más les gusta, aun cuando todavía ninguna de las dos sabe leer.
Leemos con la voz todos al narrarnos y narrar lo que hacemos, cada vez, tal como nuestros ancestros más lejanos rendidos al fogón y al ocaso, ávidos de escucha consciente.
Nos falta, simplemente, traer a la consciencia la mística y el poder de las palabras dichas, que se entrelazan para contar historias y así poder conectarnos con lo más sagrado que todos tenemos para dar… nuestra autenticidad.
Leer con la voz es contar un cuento cualquiera y aquello del cuento que es mi propia historia, invitarte a contar la tuya; escapar de la literalidad por un rato, huir hacia los propios moldes y así integrar la historia con lo que somos.
Tal como lo dice Mario Benedetti en uno de sus más bellos poemas:
“…Mi táctica es hablarte y escucharte, construir con palabras un puente indestructible… ser franco y saber que sos franca y que no nos vendamos simulacros, para que entre los dos no haya telón ni abismos…”
Leer con la voz, sí, sin telón ni abismos.