Su abuelo no sabía cómo entretenerla ya, esa tarde de lluvia.
Era lo único que podía hacer con un par de revistas viejas y una tijera. Se lo había enseñado una tutora que sus padres habían contratado cuando niño, allá en el campo, “para que no saliera bruto”, le dijeron.
La Señora Harriet se enamoró del capataz y se quedó allí para siempre. Sabía mucho de literatura, pero casi nada de manualidades; sólo, mariposas de papel.
Mica estaba comiendo una banana; la segunda ya. La mesa de la cocina estaba repleta de mariposas, que vibraban al compás de los vidrios cuando estallaban los truenos. Se aburría, otra vez. Con el dedo índice de la mano libre, dibujaba el recorrido de una gota gorda y espesa que se desmayaba en cámara lenta, besando la ventana. Luego otra, y otra más.
-Estoy aburrida- dijo por quinta vez.
El abuelo se había quedado sin recursos. Miró el reloj, faltaban dos horas para que termine la guardia de su hija.
-¿No querés dormir una siestita, Mica?-dijo, conociendo la respuesta.
-No tengo sueño, abu- contestó la niña, honesta y gentil. Una vez más, ese hombre de canas bravas, se fascinaba con la frescura de esa niña que contestaba las preguntas retóricas de los adultos.
Recordó su infancia en el campo. El pesado aburrimiento aletargaba las siestas de los adultos, contagiosas como un virus, un “nada por hacer” unísono, gritado a los cuatro vientos. Eran un recuerdo pegajoso, salvo las de aquel verano, último de aquellos primeros de su vida. Recordando los detalles, sonrió.
-¿De qué te reís?- preguntó la niña con luz en los ojos, mientras él se regodeaba con la reciente ocurrencia.
-Ya sé a qué jugar- dijo, por fin, divertido- Vení, vamos al ático.
Aquel era un cuarto perdido en la terraza al que se accedía por la escalera del patio.
Se pusieron los pilotos y tomaron los paraguas, como para irse lejos. La lluvia era incesante: repicaba furiosa contra las lajas del patio, y había logrado desbordar la fuente de la Virgencita desparramando todos los repollitos de agua por el jardín. La escalera de metal se enarbolaba alta, serpenteando con marchas y contramarchas, la casona de dos pisos.
Mica estaba fascinada. Su mamá no la dejaba subir sola. Decía que ese cuartucho estaba lleno de cucarachas y vaya uno a saber qué más. Su abuelo se reía cada vez porque su propia hija, fóbica a los insectos, había clausurado la magia de aquel lugar, declarándolo zona de guerra por haber visto un solo bicho en años.
Entraron, y a pesar del encierro, la niña adoró el olor del lugar: una mezcla de madera de otros tiempos, recuerdos y libros viejos… de cosas olvidadas. La persiana estaba abierta, y en el vidrio de la ventana se dibujaba una muchedumbre de gotas surcando el polvo. Las aberturas algo oxidadas no se atrevían a opacar la belleza de las piedras del alféizar, que brillaban como gemas.
-Vamos a buscar fantasmas, dijo el abuelo.
-¿Fantasmas? -se aseguró Mica-
-Sí, fantasmas, ¿Te da miedo?- indagó el abuelo, divertido.
-No, pero yo pensé que no existían- contestó la niña, pensativa.
-Que nadie los haya visto nunca, no significa que no existan. Qué suerte que no te den miedo porque, en realidad, los fantasmas no muestran la cara porque nos temen a nosotros, los humanos.
Mica abrió grandes los ojos como lagos quietos. Era una niña independiente, única hija, y no obstante su corta estatura, su porte la hacía verse mayor de lo que era. “Nació vieja” bromeaba su madre, que quería decir sabia, pero se lo guardaba para sí.
Su abuelo se llevaba genial con ella. Amaba a todos sus nietos, pero la niña era, además, su compinche.
-Los fantasmas suelen acampar en los lugares olvidados. Por eso creo que debe haber uno viviendo acá- dijo su abuelo con seriedad de enciclopedia, y frente a la atención plena de la niña, continuó- Incluso, las noches de luna llena enciende un fogón. No he visto el fuego, pero sí he encontrado brasas desparramadas en un lugar donde hace muchos años ya nadie hace asados.
La niña no podía creer lo que escuchaba. No por no creerle a su abuelo que era la persona en quien más confiaba en el mundo, sino por no entender cómo no habían hablado antes de ese tema.
El vínculo que los unía no parecía de este mundo, y probablemente no lo fuera. Se entendían con sólo mirarse. Se profesaban una paciencia mutua que nadie más les tenía en la familia, ya que en general, crispaban al más santo con sus parsimonias y rituales.
En especial, a la mamá de Mica, tan activa siempre. Mujer de arrugas en la frente desde siempre, sombreadas por un puerperio solitario. Autora de incansables jornadas de trabajo, solía llegar explotando de leche y llanto, y la niña, que rara vez lloraba, la miraba con una calma infinita y se prendía de su pecho con tanta paz, sin importar cuán larga hubiera sido sido la espera, suspendiéndolas a ambas en una quietud de “no tiempo”, que había salvado su vida. Nada fácil, enviudar tan pronto.
-Abuelo, ¿mi papá es un fantasma?- preguntó la niña, y estalló un trueno que partió el aire a continuación de sus palabras.
El abuelo sintió un pinchazo en el alma. Su yerno había sido como un hijo para él y se había ido de repente, al mes de nacer Mica, en un accidente estúpido, como lo son todos aquellos que arrancan de esta vida a una persona tan joven.
-No lo sé, Mica. Pero si lo es, debe ser el mejor de todos.
-Yo creo que sí, porque me visita en sueños ¿sabés? Nunca le conté a mamá porque una vez lo intenté y se puso tan, pero tan triste. Me visita, me habla, a veces entiendo, otras no. Anoche, por ejemplo. Llegó como siempre que abro los ojos y ya está allí, sentado al pie de mi cama. A veces corro a abrazarlo y puedo; y a veces, no, porque no puedo, y ahí me doy cuenta de que es un sueño. Anoche me miraba sin decir nada, serio, como triste, y me dijo que le diga a mamá que no olvide la cajita roja que ella tenía cuando eran novios. Que la cajita tiene un “contrafondo” y que allí dejó algo para ella- dijo como tropel la niña y frunció su nariz sobre el final como desconociendo el significado exacto de la palabra contrafondo.
El abuelo estaba revuelto por dentro como un torbellino. Trató de mantenerse en eje por su nieta, no quería espantarla con su propio miedo. Su piel se erizó como una trompada. Si eso no era magia, no sabía que podría serlo.
La cajita roja era una caja musical, de terciopelo y madera, que había pertenecido a su esposa, primero y luego a su hija. Sabía que era más que un objeto para ellas, pero jamás había indagado demasiado. Sospechaba que había una historia que se le escapaba, como muchas otras cosas de ellas dos. También sabía que estaba en esa casa, en ese ático. Que allí había ido a parar cuando el cuarto de su hija se convirtió en biblioteca, meses después del accidente, y que había sorprendido a su yerno en ese lugar, mirando la cajita como si estuviera viva, en ocasión de una visita cordial y atípica de su parte, aquel fatídico día. Recordó todo al unísono, como si esa línea de pensamiento hubiera estado durante años agazapada detrás de un telón que acababa de levantarse.
-¡Hola! ¿Dónde están? – se escuchó de pronto. Había dejado de llover y la mamá de Mica, recién llegada, subía por la escalera rumbo a encontrarlos- ¿Qué hacen acá? -preguntó sacudiéndose las manos que se habían mojado por sostenerse de la baranda empapada.
-Vinimos a buscar tu cajita roja, ma, ¿Es cierto que tiene un contrafondo secreto? Me lo dijo una vez la abuela y el abuelo no me cree- dijo Mica presurosa, guiñándole un ojo al hombre que yacía inmóvil y perplejo.
-Sí, está por acá, seguro- dijo el abuelo y escondió su rostro en un armario para no delatarse.
La sacó de un estante alto, le sacudió el polvo y eso lo hizo estornudar: pudo entonces soltar unas lágrimas retenidas sin dar explicaciones.
La mamá tomó la caja en sus manos como si fuera uno de los corazones que operaba. La abrió y movió una palanquita oculta bajo una alfombra color rubí, que accionaba el compartimento secreto que solo conocían ella, su mamá y su difunto esposo. Allí solía dejarle cartas para pedirle disculpas luego de las peleas. Tal como hacía su mamá que volvía a ella a través de las palabras manuscritas que la sumían en un encantamiento irresistible.
Un papel amarillento saltó como una mariposa.
-¡Es una carta, má! – gritó la niña llena de dicha.
A sus piernas les costaba sostenerla. Casi toda la sangre de su cuerpo se había acorralado en su pecho. Ni siquiera podía pensar sin interrumpirse con el ruido de los latidos acelerados, que la sacudían cada vez.
Sólo pudo haber sido él, se dijo.
Repasó una vez más las peleas por sus viajes frecuentes. Trabajaba tanto para estar a su altura, él, un busca que no había terminado de dar todas las materias del secundario. La había admirado profundamente desde el día en el que cayó en su guardia y ella tuvo que coserle la pera. El quería proveer, que no faltara nada y que ella siguiera estudiando o cuidando a Mica, lo que quisiera. El embarazo, que los había sorprendido, la había hecho replantearse la profesión, con sus guardias y sacrificios. ¡Genia!, solía decirle [más que “mi amor”], porque era su chica lista. Discutieron por un viaje repentino a la costa. Él no quiso que ella lo acompañara con la beba tan chica. Innecesario, dijo ella. Voy y vengo; es importante para nuestro futuro, replicó él. Se besaron, con amor, pero escuetos y distantes, y así la vida, no se vieron nunca más.
Él fue y volvió, todo en 36 horas. Y a 20 cuadras de ella se quedó dormido en el último tramo de una ruta oscura.
El último en verlo había sido su papá que había recibido su visita atípica, minutos antes, con la excusa de acercarle naranjas de San Pedro.
Debió dejar la carta ese día. Nunca la vi. Nunca pensé…
Tanta culpa, tantos años…
-No es culpa de nadie, ma -dijo Mica como adivinándole el pensamiento, aunque se refería a otra cosa- Yo le insistí al abuelo para subir, pero te juro que no hay ni una sola cucaracha.
Estaba pálida, pero las cucarachas no tenían la culpa esta vez.
La voz de la niña la hizo reaccionar.
Abrió la carta…
“…Cuando te enojás, te amo más. Pero no podía arruinar la sorpresa. ¡Ya está! ¡Es nuestra! Cardiocirujana acá o médica de sirenas, allá, lo que quieras, cuando quieras. Donde sea que vayas, voy. Porque vos escucharás el corazón de muchos; pero el tuyo, es mío. Y el de Mica, también. Ya sabés, papenga desde la panza. Las amo…”
En el fondo del contrafondo, unas llaves. El llaverito tenía una dirección conocida, cerca de su playa preferida, en aquel pueblito costero, repleto de mariposas.