¿Cómo me inspiro?
Siempre que salgo a caminar, todos mis caminos conducen al río. Tome la ruta que tome, llego a él que me espera con sus brazos robustos y sus islotes llenos de arena, por estos días menos profundo, igual de inmenso.
Y cada vez que llego a ese lobo que aúlla marrón y abundante, me encuentro con una postal repetida: una lancha pequeña flota con el motor apagado, quebrando el canal, siempre en el mismo lugar. Un humano la tripula sosteniendo como estandarte un sello invisible de pescador.
Parece “recortada y pegada” en la inmensidad del Paraná, inmutable frente al oleaje y a los remolinos.
Las primeras veces que lo vi me sorprendí pensando en lo afortunada que era esa persona, sola, en el medio de la nada y, a la vez, abrazada por todo. Yo tengo que volver a un horario y hacer muchas cosas, y él perdido en ese portal secreto de “no tiempo/no espacio”. Acunado por la cadencia de las aguas libres; inmutable, calmo, pincelado sobre el paisaje.
Con el correr de los días, seguía mirándolo y de tanto ver… Entendí que de lejos todos nos vemos más o menos igual: armónicos, calmos, perfectos. De muy lejos, sin gestos ni palabras. De lejísimo, etéreos. Como las estatuas. Pueden gustarte más o menos, pero infunden esa solemnidad tan sólo con ser en el espacio. Inalcanzables y abrumadoras.
Cuando nos acercamos, vemos más. Aparece la tierra, las manchas, las grietas. El paso del tiempo, la influencia de otros, los grafitis.
Como con nosotros: cerquita, no hay quietud; sólo acción y el movimiento de todos los días, empezando por los latidos. Hay trabajo, hay rutina, hay un incesante hacer y deshacer las camas, la mesa, los papeles, y tanto más. Hay manos pobladas de ruido y mentes atrapadas por pensamientos que susurran.
Estamos plagados de fisuras,
por donde se cuela la felicidad,
y también la lluvia.
Hoy agucé la vista. Miré fijo y con fuerza a la lancha testigo de mi curiosidad, y lo vi, a él: el ser humano que late sobre esa estampa perfecta con calidad fílmica. Se movía, mucho. No sé si se trataba de las redes, la carnada, las cañas. No estaba en el canal, el viento lo desafiaba. Navegaba cerca de la isla, lejos de la urbe. Pero, sin dudas, se movía. Se me escapa el detalle, desconozco su historia. Pero esta vez, lo vi; con sus manos puestas a disposición de eso que hace y llama trabajo. Y lo hacía mucho y constante, sin pausas a la vista.
Y ahora comienza a nublarse mi registro y no sé si lo que sigue es lo que vi o imaginé. Sabrán disculpar. Mi cabeza narrativa le dio play a una foto que lleva días bailando frente a mi retina, inquietándome, desafiándome.
Todos los días tiene una rutina que implica mucho trabajo: comienza temprano porque los peces pican mejor así, todo es artesanal. Nadie lo ayuda. Es emprendedor. No me decido si trabaja todos los días durante un rango horario que, por supuesto, nada sabe de relojes sino de ciclos, clima y luz… y los peces quizá; o, si en cambio trabaja por objetivo: cuando llega a tanta producción con su pesca, vuelve.
¿Quién lo espera? ¿Dónde vive? ¿Qué le duele?
Se llama María y viven juntos en una casita sencilla. Son isleños. No tienen hijos todavía. Suelen mirar a la Rosario hervida y reírse por el sinsentido de las rutinas de esos otros humanos, más teñidos de muchedumbre. No entienden de qué va la cosa cemento adentro, pero sí de sueños y anhelos. Ella es maestra.
Él aprendió su oficio del padre y éste del suyo. Practica desde niño la paciencia que requiere: una vez que está todo listo, hay que esperar. Con río bajito, en el medio del canal, o más allá cuando los buques arrecian, cuidando que los barcos enormes no malogren todo con el oleaje. Yo en su lugar leería; pero él lee poco porque le cuesta, siempre le costó. Le gusta bastante más escuchar historias. María se las susurra todas las noches antes de dormir porque se conmueve con ese hombre que, tan recio de día, se convierte en un niño con ojos constelados a la luz de la luna.
¿Qué sueña? Conocer el mar y llegar a él navegando un gran barco.
¡Hoy lo vi moverse tanto!
Nunca antes así. ¿Habrá discutido con María? ¿Será ese el motivo que lo tienen tan inquieto?
Al despedirme, le dije gracias, porque me bañó con su sencillez. Ahora no veré sólo tus fotos, Juan Pescador, veré todo lo que está atrás, humano querido. No sólo me inspiraré con lo lindo que muestra esa primera mirada, ese vistazo aéreo que solemos realizar con cosas y personas, ahora también beberé de tus fisuras y prometo celebrarlas.
Cuando miro profundo siento alegría. También tuvo que ver el sol calentándome la cara, de a ratos. Volví del río sonriendo; sabía que detrás de esos renglones susurrados por mi narradora, había una gran historia, sin punto final.
“¿Cómo me inspiro para escribir?”, me preguntaron hace poco. Y contesté que me inspira para escribir, lo que me inspira para todo lo demás.
Por ejemplo, para ser feliz.
Escribir es contarlo para compartirlo, para que sea fogón, para que inspire al por mayor.