Somos nuestra historia.
No somos una hoja en blanco, suelta cada vez, confundible con el resto de la resma.
Las que promediamos la vida -o adivinamos que así es, anhelo mediante-, ya estamos encuadernadas, algo escritas, y escribiéndonos, al unísono.
Ya sabemos que no somos tanto nuestros títulos rimbombantes, en los que se detienen los que nunca se aventuran a leernos. Ya lo dicen las notas marginales, adentrándonos en la espesura de las páginas: ¡Atenti! Entre título y título, ahí mismito, sucede la vida.
Somos el libro entero, escribiéndose, de tantas páginas como huellas nos animamos a dar en el camino, y todas ellas repletas de palabras, de párrafos, de historias. Algunas bien literales, de tinta suculenta chorreando por los márgenes. Otras, interlineadas, de paso tenue, como una hoja cualquiera de otoño, dorada y crocante, flotando hasta el suelo en su andar por el ciclo.
Resulta que, cuando en el contar[nos] recortamos el proceso, mentimos. Alerta: ¡terreno de contundencia! Nunca [pero nunca] somos sólo el resultado final ni las credenciales que nos cuelgan. Porque somos camino y movimiento, y cada pisada deja huella, así, sin más, por mucha prensa que las expectativas les hagan a unas, y tan poca, a otras.
Lo que ven de nosotras como “producto terminado” involucra tantas risas como lágrimas y días invertidos en lograrlo. Y cuando lo logramos, no podemos asirlo, porque todas sabemos que al llegar a la meta [¿¡por fin!?], el horizonte se corre, y disfrutar los “logros” se vuelve efímero como un desayuno: lo hacemos, cada una a su manera, sin estar muy despiertas todavía, sin pensarnos desayunando. Bebiendo de a sorbos, lo que sea que bebamos. Refugiándonos en el zumbido del silencio, en el mejor de los casos. Con el bullicio de otros, bailando alrededor, cada uno con su taza. Siendo al natural, frente al espejo propio, y sin tanto protagonismo de máscaras y disfraces. A cara lavada y con ojos hinchados. Transcurriendo, en modo pasaje, porque sabemos que el día recién comienza, la cosa sigue, y la agenda grita.
El último final que di en la facultad fue oral, frente a un tribunal, en mesa especial en la que rendí sólo yo.
Me recuerdo días antes pidiendo que no vaya nadie, para evitar la vergüenza, en caso de bochazo. Pero esa, era una apuesta fuerte que mis amigos no estuvieron dispuestos a pagar. Y allí fueron, un puñado de ellos, de esos que podían insultarme y abrazarme en un mismo renglón, con la confianza suficiente para estar, pero no tanta para poder echarlos. Y fueron de incógnita, con tanta mala suerte, que los vi llegar. Para ese entonces, ya no importaba dónde estuvieran, si allí o más allá, mientras no me hablaran.
Tenía miedo. Pero esa clase de miedo que se transforma en turbina y me saca para adelante, arremetiendo. Es el miedo que siento casi siempre, porque, tengo una temerosa a bordo. [También lo siento cada vez que me percibo feliz, en esos días cualquiera, haciendo nada especial…].
Luego, si leemos mi índice, me recibí, me casé, parí. Colgué los botines del litigio. Rediseñé mi abogacía. Boceté mi proyecto. Lo vi crecer. Edité cuentos. Volví a parir. Entendí a mi proyecto como un emprendimiento. Lo volví mi trabajo. Y sigo narrando…
Y luego de esos momentos enarbolados en lo más alto de la ilusión y las expectativas [tan ajenas, como propias, y viceversa], yo sólo recuerdo detalles, texturas, olores, miradas.
Confieso que rememoro con bastante más amor los pasajes intermedios, los segundos momentos, los mientras tanto. Lo que muchos suelen dejar fuera del resumen, lo que pocos se detienen a leer.
Si vuelvo a la facultad, a aquel último examen, la recuerdo amarilla y húmeda. Con un sol entre nubes que no podía calentarme las manos. Recuerdo el relieve de la tachuela del pupitre, entorpeciendo mis apuntes sobre el tema dado para preparar en capilla. Los ecos de un aula casi vacía. Los bancos mezclados y encimados, vedando el camino. Mi torpeza al chocarlos. El corazón desbocado, en especial, cuando tuve la certeza de que iba a dar un buen examen. El fuego en la cara cuando supe que la última pregunta encontraba respuesta en mi memoria. Saberme aprobada antes del aprobado. El friso de publicaciones abarrotado de papeles, nublado por mis lágrimas y la respiración entrecortada de un abrazo con rico perfume. Que el huevo enchastrado en el pelo se lava mejor con agua fría. Que la emoción preponderante no fue felicidad sino alivio, y un “¿ahora qué?” gigante con el que me fui a dormir esa noche, sobre una almohada de desvelo.
Nada de eso se parecía a lo fantaseado, materia tras materia, y sin embargo, allí estaba yo viviéndolo así, como un escalón más, de una escalera que seguía y seguía.
Y más aún: lo que siento grabado a fuego en la carne no es tanto ese momento como el camino hacia él. Todo lo que perdí y lo que gané durante mi paseo. La vida misma; esa, la de todos los días. Un plan de estudios que se iba tachando de una lista, en la puerta de un placard. Las noches sin dormir. Las madrugadas sostenidas a mate y resaltador, mientras el bullicio del fin de semana sucedía. Los cigarrillos fumados en ayunas. Las peñas de los jueves. Los amores que duraban un cuatrimestre, los asados con gente que nunca más vi, el peso en los omóplatos por “tener que estar estudiando” en vez de estar haciendo cualquier otra cosa, desde el primer día de clases hasta el último final. La sensación en la boca que dejaba el café aguado del bar en las largas esperas. Las miradas de ojos deseosos. Las llamadas de los viernes.
Todos aquellos pasos que me trajeron hasta aquí, nivelados e igualados, con la perspectiva de verlos a distancia, a lo sumo se agrupan con rótulos que los ordena, pero entre ellos lo saben: no es un paso mejor ni más trascendente que el otro. De hecho, la vida está bastante más repleta de pasos anónimos, de hormiga, silenciosos, que de grandes y estoicos que merezcan el oro.
[¿O acaso lo merecen todos?]
Y para no perdernos el registro de esos pasos que nos acompañan durante todo el trayecto, hay que criar un “mirar calmo”. No queda otra.
¡Que la vida no sea un resumen de cuatro o cinco paradas!
Que sea fogón, detalle y anécdota. Que sea relato e historia. Que tenga pimienta, vino y campanas un lunes a la noche.
Por vivir así, a contrapelo de las velocidades de los tiempos que corren [y a veces vuelan], es que sé, por ejemplo, que mi dolor primero está conectado con todos mis dolores, como hilo de un hilván invisible, del que, cuando la vida tira, duele cada puntada. Las chiquitas y las grandotas.
Por eso escribo. Para compartir el camino, como en una bitácora. Para regodearme en los detalles para siempre, y contarlos, para que no mueran, para que no te sientas tan solo recordando aquéllos tuyos, los de poca prensa y ningún galardón, los de tus huellas, los de todas ellas.